Desde que el pasado mes de abril se suprimió la obligatoriedad del bozal en la mayoría de interiores (quedan algunos reductos, como el transporte público, donde debemos ir aún, a estas alturas de la película, correctamente embozalados), los españoles respiramos (y nunca mejor dicho) normalidad casi absoluta. Podemos entrar al supermercado a cara descubierta, o al banco, o a centros académicos, como escuelas y facultades… incluso podemos entrar ya sin bozal a un bar o restaurante, donde ya nos quitábamos el trapo facial a la hora de consumir o, incluso, sentarnos en la mesa. ¿Significa esto que se ha acabado el circo del COVID-19? Quisiera creer que sí. Sin embargo, una cierta sensación de incertidumbre me invade. Aunque el virus ya apenas está en los medios, hay quien habla ya de una séptima ola y aún se ve demasiada gente con bozal por la calle (aunque respeto su decisión, me preocupa que puedan condicionar las decisiones de los psicópatas que nos gobiernan y que nos afectan a todos), por lo que podemos temer la amenaza de la vuelta atrás no se ha esfumado.
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